Juntando ‘El club de las primeras esposas’ (Hugh Wilson, 1996) y ‘Adictos al amor’(Griffin Dunne, 1997) con ese puntal de la cultura popular estadounidense que es elSports Illustrated Swimsuit Issuese obtiene esta película que, menos mal, no resulta finalmente ni la mitad de predecible, derivativa y tontigamberrita que su trailer con subtítulos de emoticonos hacía temer. Tampoco alcanza, eso sí, alcanza el nivel de zafiedad y pegada humorística de las mejores comedias recientes de “mujeres desbocadas” tras la estela de ‘La boda de mi mejor amiga’ (Paul Feig, 2011). Si algo se le puede reprochar a ‘No hay dos sin tres” es jugar, algo matematicamente, todo hay que decirlo, a demasiadas cosas, sin apostar jamás a una carta que otorgue un mínimo de individualidad a la propuesta. A ratos farsa de enredo de mirada malota pero corazón tierno, a ratos bufonada grosera con escala en el WC; explorando en ocasiones cierta lectura feminista (o así) de la venganza sentimental que roza lo incómodo, pero rindiéndose otras tantas al estrógeno porque sí, el último largometraje de Nick Cassavetes, director sin más brújula que la pervivencia laboral, triunfa en una tan segura como poco ambiciosa zona de asentimiento colectivo cercana a la gracieta viral, el chiste de “guerra de sexos” de ‘El club de la comedia’ y la ocurrencia de máquina de café.
jueves, 19 de junio de 2014
NO HAY DOS SIN TRES
Juntando ‘El club de las primeras esposas’ (Hugh Wilson, 1996) y ‘Adictos al amor’(Griffin Dunne, 1997) con ese puntal de la cultura popular estadounidense que es elSports Illustrated Swimsuit Issuese obtiene esta película que, menos mal, no resulta finalmente ni la mitad de predecible, derivativa y tontigamberrita que su trailer con subtítulos de emoticonos hacía temer. Tampoco alcanza, eso sí, alcanza el nivel de zafiedad y pegada humorística de las mejores comedias recientes de “mujeres desbocadas” tras la estela de ‘La boda de mi mejor amiga’ (Paul Feig, 2011). Si algo se le puede reprochar a ‘No hay dos sin tres” es jugar, algo matematicamente, todo hay que decirlo, a demasiadas cosas, sin apostar jamás a una carta que otorgue un mínimo de individualidad a la propuesta. A ratos farsa de enredo de mirada malota pero corazón tierno, a ratos bufonada grosera con escala en el WC; explorando en ocasiones cierta lectura feminista (o así) de la venganza sentimental que roza lo incómodo, pero rindiéndose otras tantas al estrógeno porque sí, el último largometraje de Nick Cassavetes, director sin más brújula que la pervivencia laboral, triunfa en una tan segura como poco ambiciosa zona de asentimiento colectivo cercana a la gracieta viral, el chiste de “guerra de sexos” de ‘El club de la comedia’ y la ocurrencia de máquina de café.
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