LOS DESCENDIENTES
Un Hawai de piscinas tapizadas de hojarasca, luz melancólica, camisas florales desteñidas y últimos reductos vírgenes ofrecidos a la voracidad inmobiliaria. Todo eso conforma el sorprendente paisaje de esta adaptación de la primera novela de Kaui Hart Hemmings que confirma a Alexander Payne como uno de los grandes cineastas norteamericanos contemporáneos. Como Jason Reitman, Payne viene del árbol genealógico de Billy Wilder y Preston Sturges: directores/guionistas que acabaron difuminando la línea de separación entre lo cómico y lo dramático. Hay una diferencia sustancial entre Payne y Wilder: el autor de Election, A propósito de Schmidt y Entre copas (que en Los Descendientes alcanza una irrefutable madurez, un control prodigioso de un tono casi imposible y se plantea los mayores desafíos de su carrera) no es un cínico, ni siente desprecio por sus criaturas.
Las siluetas del personaje encarnado por George Clooney, sus hijas y su casi yerno paseando sonámbulas, melancólicas con una playa al fondo aportan la imagen más perdurable y emblemática de este relato tragicómico sobre los sentimientos encontrados que confluyen ante un lecho de muerte, mientras las islas a la deriva que una vez fueron familia intentan agruparse, desesperadamente, en un archipiélago terminal.
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