(LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES)
El cine de David Fincher siempre ha demostrado una fascinación por los demiurgos y arquitectos que construyeron las estructuras subterráneas de nuestra sociedad. Es fácil saber qué es lo que le atrajo de la saga Millennium, cuya primera entrega gira en torno a una remota isla sueca que, en realidad, actúa como metonimia y caja de resonancia de una Europa secreta, erigida sobre sangre inocente y aún sobrevolada por el fantasma del nazismo. El monólogo final del villano acredita esta versión de Los hombres que no amaban a las mujeres como una obra quizá menor, pero completamente coherente con el discurso fincheriano, modulado aquí hasta reproducir los gélidos espacios de un thriller geométrico, envasado al vacío y tan despojado de toda emoción como la mirada reptil de Rooney Mara, esa heroína postpunk de sensualidad casi sintética.
La ansiedad que debió de sentir el cineasta ante tamaña franquicia se traduce en una serie de concesiones a los lectores, unos créditos que nos permiten fantasear con una reformulación fincheriana de la saga Bond y un dilatado tercer acto que, sin embargo, sería interesante analizar como una coda descreída y paranoica a 'La Red Social' (2010). Por lo demás, este cuento detectivesco de psicosis y romance sucio nunca había tenido una fuerza tan huracanada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario